Un día de invierno, sentados cerca de una fogata, un par de hombres se encontraban tallando rocas en un pedregal. En aquel momento, un forastero se aproximó a ellos a caballo, desmontó y de inmediato pasó a conversarles sobre el estado de sus almas. El desconocido usó las llamas del fuego como ilustración para predicarles el Evangelio de Dios. Al instante, los individuos exclamaron: “Usted no es un hombre como los demás”. Acto seguido, el extraño, que no era otro que Robert Murray McCheyne, respondió: “Soy sencillamente un hombre como los demás”.
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McCheyne nació en la ciudad de Edimburgo, el 21 de mayo de 1813, en un tiempo en que los resplandores iniciales de un gran resurgimiento espiritual empezaban a despuntar en Escocia. Último de los cinco hijos del abogado Adam McCheyne, destacado integrante de la Corte Suprema de Justicia de Escocia, Robert demostró desde su infancia que poseía una memoria prodigiosa, una mente ágil y un carácter dulce y afable. Sus progenitores se preocuparon para que desde muy pequeño recibiera un verdadero y profundo alimento espiritual.
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Cuando tenía cuatro años, y mientras se reponía de una enfermedad, el futuro siervo del Señor se dedicó a aprender hebreo y griego. Después, a los ocho años, inició su formación educativa y en 1827 ingresó a la Universidad de Edimburgo. En los estudios se distinguió como un alumno aplicado y mostró un gran talento para la poesía. De buen porte, lleno de agilidad y de vigor, fue un universitario con la templanza apropiada para transformarse en un instrumento del Todopoderoso y convertirse en un regalo celestial para sus compatriotas.
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JUNTO AL SEÑOR
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El 8 de julio de 1831, Robert sufrió la pérdida de su hermano David, un varón de profundas convicciones cristianas, quien era un ejemplo de fe para él. En aquel momento, acongojado y afligido por la muerte de su familiar, puso sus ojos en el Creador y buscó en sus brazos el consuelo adecuado para su dolor. Sin tardanza, tomó las Sagradas Escrituras y las estudió con esmero. Luego, según su testimonio, fue llevado a Cristo por medio de verdades profundas y permanentes y el Salvador perdonó sus pecados y lo levantó como una nueva criatura.
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Tras entregar su vida a Jesús y graduarse en la Universidad de Edimburgo, McCheyne inició su aprendizaje doctrinal en el “Divinity Hall”, donde el erudito Thomas Chalmers era profesor de teología y David Wesh lo era de historia eclesiástica. En esta escuela de teología, junto con otros compañeros –como Eduard Irving y Andrew Bonar, quien más tarde escribiría su biografía– profundizó sus conocimientos sobre la Biblia. Además, en este período de su vida dio muestras de su amor por las almas perdidas por medio de la prédica del Evangelio en barrios pobres y peligrosos de Edimburgo.
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Con rapidez dominó latín, griego y hebreo, pero su aprendizaje fue únicamente con el propósito de avanzar en su comprensión de las Escrituras, ya que no tenía tiempo para la especulación intelectual o las controversias académicas. Para él, la sabiduría de todas las edades, tal como la reveló Dios por medio de su Palabra, superó con creces las filosofías y teorías concebidas por los hombres. Sus días de estudiante estuvieron marcados por un veloz crecimiento en la gracia. Entonces, exclamó: “Una hora de calma con Dios vale toda una vida con el hombre”.
Robert Murray McCheyne, en esos días, también se empapó con la información de los diarios y escritos de los misioneros Jonathan Edwards, David Brainerd y Henry Martyn, y anhelaba que el poder del Espíritu Santo, que había sido tan evidente en sus vidas, lo guiara por el camino de la verdad. Así, a principios de 1834, comenzó su labor evangelizadora en compañía de sus amigos del “Divinity Hall”. El 1 de julio de 1835, fue ordenado ministro del Altísimo y emprendió la labor pastoral que lo condujo a proclamar la Palabra de Jesucristo con perseverancia y firmeza.
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SEMBRANDO LA PALABRA
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Hacia finales de 1835, McCheyne se convirtió en pastor asistente de un templo cercano a la ciudad de Stirling, situada en la parte central de Escocia, donde dejó una profunda impresión en la feligresía. Cada domingo compartió el Evangelio con sus hermanos de fe y de lunes a sábado difundió las buenas nuevas con cualquier alma que necesitara escuchar la voz de Dios. Fue un tiempo de preparación para la obra que el Señor tenía reservada para él. Tiempo después, en noviembre de 1836, asumió las riendas de una iglesia en la urbe de Dundee.
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El ministerio de Robert en Dundee duró solo seis años. Sin embargo, desde el principio, trabajó sin cesar con la población que no conocía a Cristo. En las calles, él se percató de que una palabra pronunciada con el poder del Salvador podía hacer más que mil vocablos. El sello de Jehová en su labor evangelizadora fue tan evidente que sus contemporáneos reconocieron en él a un cristiano fiel. Entre 1836 y 1839, con sacrificio y valor, sentó las bases para las bendiciones que llegarían más adelante para su congregación.
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Sus cualidades para el arte, la música y la poética se expresaron en sus mensajes y escritos, que incluyeron un volumen de versos titulado “Canciones de Sion”. Un gran número de estos poemas hoy son empleados como himnos luego de haber sido musicalizados. A pesar de sufrir de una afección cardíaca, la labor misionera fuera del territorio escocés siempre estuvo presente en su pensamiento. Al respecto, en algún momento se sintió dispuesto a ir a la India y oró para que Dios le mostrara su voluntad, pero el Señor lo resguardó para restablecer su salud.
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Al principio de 1839, McCheyne fue invitado a ser parte de una delegación enviada a Palestina para examinar las posibilidades misioneras entre los judíos de Europa oriental y el Imperio turco. Fue de esta manera que Jesús, por medio de su misericordia, respondió a su anhelo de compartir el trabajo de abrir nuevos campos para el Evangelio. El 12 de abril de 1839, partió del puerto de Dover con Andrew Bonar, Alexander Black y
Alexander Keith a Tierra Santa. Tres meses después regresó a Escocia con la esperanza renovada.
EJEMPLO DE FIDELIDAD
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Al retomar sus funciones en su iglesia, informó lo que observó en su periplo por el Medio Oriente y logró que su congregación se decidiera a apoyar la labor evangelizadora lejos de Escocia. Con este apoyo, en 1841 Daniel Edward fue enviado a Polonia y Prusia y John Duncan a Hungría. De esta manera, las oraciones de McCheyne y sus amigos fueron respondidas y una profunda preocupación se plantó en los corazones de los cristianos escoceses por el evangelismo entre los judíos. En años posteriores, este trabajo continuó expandiéndose.
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Además, a su retorno, Robert descubrió que el avivamiento que tanto había ansiado que se concretara en Dundee era una realidad fruto de la autoridad del Señor. En su ausencia, oró fielmente para que Dios lograra tocar a los pecadores con Su Palabra y sus súplicas fueron atendidas desde el cielo. De vuelta a casa, encabezó un despertar espiritual que cubrió Escocia y comprometió a un gran número de predicadores cercanos a él, como Alexander Somerville, quien se constituyó en el abanderado del cristianismo durante más de cinco décadas.
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Los mensajes de Robert Murray McCheyne se caracterizaron por su fidelidad a las Sagradas Escrituras, la infalible ternura de su entrega y el profundo sentido de reverencia hacia Dios que brilló a lo largo de toda su vida, todo lo cual le dio a su predicación una calidad muy efectiva. El 25 de marzo de 1843, cuando estaba a menos de dos meses de cumplir treinta años de vida, dejó de existir víctima de tifus y se marchó al encuentro con Jesucristo. Empero, su ministerio no culminó con su muerte. Sus prédicas y cartas son medios de bendición para muchas almas hasta el día de hoy.